Ayer me encontré con una amiga que
acaba de separarse. Estaba radiante. Parecía salida de un anuncio de
teléfonos móviles. Se había teñido el pelo de un rubio
escandaloso, y tengo que decir, que estaba mona la chica. Diría que
guapa, si no fuera porque soy una envidiosa. “Prueba superada”,
me dijo después de besarnos y achucharnos un par de veces. La invité
a tomar el aperitivo. No porque hayamos sido nunca grandes amigas, si
no porque me picaba la curiosidad. Caña en mano, dejé que
desahogara los terribles posos que deja un divorcio. Durante un rato,
hizo una detallada relación de amarguras. Criticó, lloró,
despotricó, pero finalmente, para mi sorpresa, vi cómo su rostro se
iluminaba y anunció con una alegría casi infantil: “Creo que es
lo mejor que he hecho en mi vida”. Debió ver mi cara de asombro y
aclaró: “Es verdad que los dos hemos pasado las de Caín. Ha sido
una época oscura”, dijo mirando al suelo, para, al momento, elevar
un rostro iluminado, casi místico. “Pero ahora – dijo hablando
en un susurro - La vida vuelve a sonreír”. Suspiró antes de
continuar: “Empiezo a salir a bailar, y puede que rehaga mi vida”.
Me guiñó un ojo mientras lo decía. Tuve que reprimir la risa que
amenazaba por explotar en mi boca. Lo tienes claro, bonita, pensé
para mis adentros, tratando de no hacer ni un gesto. La pobre, ¡qué
inocencia!. De las mujeres que yo conozco, sería la primera que
lograra esa hazaña. Cincuentona divorciada rehace su vida con guapo
bailón. Saldría en las noticias, incluso. Menuda ingenuidad.
Pensé. Pero no lo dije. Las tristezas ya vienen solas y se esmorrará
cuando le toque. Porque yo de estadísticas, no sé nada. Pero mi
carne conoce la realidad. Llevo muchos años felizmente divorciada. Y
eso que estoy de buen ver y me he dado algún lujo en los últimos
años. Con algún jovenzuelo necesitado, claro. Porque eso sí, hay
que reconocer que cuando quieren nos buscan. Pero sólo por marcarse
una experiencia. ¡Demos gracias a la vida porque aun exista el ansia
de saber!. Pero todo se queda ahí. En un revolcón desaforado. Eso
nosotras, porque ellos, tan pichis, como si aquí no hubiera pasado
nada. Cuando se divorcian, lloran en todos los hombros que se prestan
y amenazan con el suicidio. Pero da lo mismo. En cosa de un año,
tienen a una jovenzuela colgada de su brazo. Lo del brazo es un
decir. Lo de la jovenzuela, no. Está comprobado con múltiples
ejemplos. Y digo yo, qué le habremos hecho a la vida para ser objeto
de tanta injusticia. El día que nos crearon el Gran Hacedor debía
estar de mala leche. Todo esto pienso mientras mi amiga se lleva a la
boca una rica oliva y me mira intrigada. “Parece que no te crees
que haya ligado”. Echo un trago de cerveza y trato de no hacer
ningún gesto que me delate. “Sí, mujer, le digo, cómo no voy a
creerte, con lo guapa que estás con ese rubio luminoso y ese carmín
encendido en los labios”. Cojo una patata frita y trato de relajar
los músculos de la cara para no reír. Ella sin embargo, sí lo
hace. Suelta una carcajada y echa la cabeza hacia atrás. Al hacerlo,
veo que también se ha arreglado la dentadura. “Sabes lo que te
digo, me dice, que me da lo mismo lo que pienses. Lo estoy pasando
bien”. ¡Ah!, pienso, eso es otra cosa. Si sólo quieres diversión,
todo va bien. “De todas formas, dice mi amiga, yo no quiero
complicaciones, es él el que está un poco pesadito”. En fin, la
bragueta es lo que tiene, me digo. Ya se le aflojará. Mi amiga y yo
seguimos charlando y bebiendo, y al verla tan contenta y sensata,
empiezo a preguntarme si no veré las cosas desde las gafas de mis
prejuicios. Si no estarán cambiando las cosas y yo sin enterarme.
Rechazo con facilidad esos pensamientos. Todo lo que me rodea me
enseña lo contrario. Y si estoy equivocada, cuando lo vea lo creeré.
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