domingo, 29 de abril de 2012

Para vestir santos. Por Esther Aparicio

Ayer me encontré con una amiga que acaba de separarse. Estaba radiante. Parecía salida de un anuncio de teléfonos móviles. Se había teñido el pelo de un rubio escandaloso, y tengo que decir, que estaba mona la chica. Diría que guapa, si no fuera porque soy una envidiosa. “Prueba superada”, me dijo después de besarnos y achucharnos un par de veces. La invité a tomar el aperitivo. No porque hayamos sido nunca grandes amigas, si no porque me picaba la curiosidad. Caña en mano, dejé que desahogara los terribles posos que deja un divorcio. Durante un rato, hizo una detallada relación de amarguras. Criticó, lloró, despotricó, pero finalmente, para mi sorpresa, vi cómo su rostro se iluminaba y anunció con una alegría casi infantil: “Creo que es lo mejor que he hecho en mi vida”. Debió ver mi cara de asombro y aclaró: “Es verdad que los dos hemos pasado las de Caín. Ha sido una época oscura”, dijo mirando al suelo, para, al momento, elevar un rostro iluminado, casi místico. “Pero ahora – dijo hablando en un susurro - La vida vuelve a sonreír”. Suspiró antes de continuar: “Empiezo a salir a bailar, y puede que rehaga mi vida”. Me guiñó un ojo mientras lo decía. Tuve que reprimir la risa que amenazaba por explotar en mi boca. Lo tienes claro, bonita, pensé para mis adentros, tratando de no hacer ni un gesto. La pobre, ¡qué inocencia!. De las mujeres que yo conozco, sería la primera que lograra esa hazaña. Cincuentona divorciada rehace su vida con guapo bailón. Saldría en las noticias, incluso. Menuda ingenuidad. Pensé. Pero no lo dije. Las tristezas ya vienen solas y se esmorrará cuando le toque. Porque yo de estadísticas, no sé nada. Pero mi carne conoce la realidad. Llevo muchos años felizmente divorciada. Y eso que estoy de buen ver y me he dado algún lujo en los últimos años. Con algún jovenzuelo necesitado, claro. Porque eso sí, hay que reconocer que cuando quieren nos buscan. Pero sólo por marcarse una experiencia. ¡Demos gracias a la vida porque aun exista el ansia de saber!. Pero todo se queda ahí. En un revolcón desaforado. Eso nosotras, porque ellos, tan pichis, como si aquí no hubiera pasado nada. Cuando se divorcian, lloran en todos los hombros que se prestan y amenazan con el suicidio. Pero da lo mismo. En cosa de un año, tienen a una jovenzuela colgada de su brazo. Lo del brazo es un decir. Lo de la jovenzuela, no. Está comprobado con múltiples ejemplos. Y digo yo, qué le habremos hecho a la vida para ser objeto de tanta injusticia. El día que nos crearon el Gran Hacedor debía estar de mala leche. Todo esto pienso mientras mi amiga se lleva a la boca una rica oliva y me mira intrigada. “Parece que no te crees que haya ligado”. Echo un trago de cerveza y trato de no hacer ningún gesto que me delate. “Sí, mujer, le digo, cómo no voy a creerte, con lo guapa que estás con ese rubio luminoso y ese carmín encendido en los labios”. Cojo una patata frita y trato de relajar los músculos de la cara para no reír. Ella sin embargo, sí lo hace. Suelta una carcajada y echa la cabeza hacia atrás. Al hacerlo, veo que también se ha arreglado la dentadura. “Sabes lo que te digo, me dice, que me da lo mismo lo que pienses. Lo estoy pasando bien”. ¡Ah!, pienso, eso es otra cosa. Si sólo quieres diversión, todo va bien. “De todas formas, dice mi amiga, yo no quiero complicaciones, es él el que está un poco pesadito”. En fin, la bragueta es lo que tiene, me digo. Ya se le aflojará. Mi amiga y yo seguimos charlando y bebiendo, y al verla tan contenta y sensata, empiezo a preguntarme si no veré las cosas desde las gafas de mis prejuicios. Si no estarán cambiando las cosas y yo sin enterarme. Rechazo con facilidad esos pensamientos. Todo lo que me rodea me enseña lo contrario. Y si estoy equivocada, cuando lo vea lo creeré.


La edición de Abril 2012

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